Son muchos los estudios que demuestran que el estrés afecta negativamente a nuestra capacidad para reproducirnos.

El estrés se puede definir como una respuesta de nuestro cuerpo ante una serie de exigencias o demandas que juzgamos mayores a las capacidades que tenemos. Este provoca en nosotros una sensación de desbordamiento que activa el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal. Dicha activación desencadena en nuestro organismo cambios conductuales y fisiológicos que mejoran nuestra adaptabilidad e incrementan nuestras oportunidades de supervivencia.
Los episodios cortos o infrecuentes de estrés no comportan ningún riesgo para nosotros, por cuanto las consecuencias del mismo suelen ser positivas para el organismo (hablamos entonces de eustrés). Ahora bien, cuando las situaciones de estrés se prolongan en el tiempo y éste ya no favorece o, incluso, dificulta la adaptación al factor estresante, aparece el riesgo de lesión o enfermedad (en estos casos hablamos de distrés).

El científico canadiense Hans Selye, en su investigación más famosa, «El estrés» (1950), describió muy bien las tres fases por las que atraviesa nuestro cuerpo cuando un estimulo perturba nuestro equilibrio interno y genera estrés:

Fase de reacción de alarma. Se produce cuando nuestro cuerpo detecta el estímulo externo. Ante este nuestro cerebro se pone en guardia y genera ciertos cambios fisiológicos que preparan al cuerpo para la acción defensiva. El sistema nervioso autónomo se activa, liberando catecolaminas, que producen una estimulación del sistema neuroendocrino, y liberan ACTH y cortisol, las dos hormonas por excelencia del estrés, que activan los sentidos, aceleran el pulso y la respiración, que se torna superficial, y tensan los músculos.
Fase de resistencia o adaptación, en la que el cuerpo toma contramedidas defensivas (reacciones de lucha o huida) en respuesta a estos estímulos.
Fase de agotamiento. Surge cuando las situaciones estresantes se suceden sin resolución y el cuerpo permanece en un estado constante de alerta que aumenta la tasa de desgaste fisiológico. Sobreviene entonces la fatiga o el daño físico, quedando la capacidad del cuerpo para recuperarse y defenderse seriamente comprometida. Empiezan a aparecer entonces las llamadas enfermedades de adaptación (enfermedades cardiovasculares, hipertensión, asma, jaquecas, úlcera péptica, dolores musculares, depresión), viéndose también muy vulnerada nuestra capacidad reproductiva.

Son muchos los estudios demuestran que la activación del organismo y sus hormonas afectan negativamente el funcionamiento reproductivo del organismo.

Uno de ellos, el estudio de Campagne DM, recogido por la Sociedad Española de Fertilidad (SEF) en su Libro Soporte, «Fertilidad y temas emocionales» (2012), señala que es necesario diferenciar entre dos tipos de estrés: El estrés agudo y el estrés crónico. El primero está producido por el problema de fertilidad o los procedimientos de fertilidad, mientras que el crónico sería un estrés previo. Ambos influyen de modo importante en nuestra capacidad natural para concebir y afectan negativamente al resultado de los tratamientos de Reproducción Asistida (RA).

Aunque este especialista manifiesta la gran importancia de reducir los dos tipos de estrés, puntualiza que el estrés agudo debe ser manejado mediante técnicas psicológicas aplicadas durante el periodo de búsqueda de embarazo o durante los tratamientos de RA, para evitar su abandono, mientras que el estrés crónico debe manejarse y reducirse antes de iniciarse el proceso de búsqueda o del comienzo de cualquier tratamiento de la fertilidad.

En ambos casos, como demuestran los resultados del estudio de Liz TM y Strauss B, recogidos por la SEF en el mismo Libro Soporte, la psicoterapia individual, de pareja y de grupo en pacientes infértiles disminuye la ansiedad, el estrés y la depresión y ayuda a mejorar la tasa de embarazo.

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